Pichito 2002 – 2019
Pichito fue el segundo gato que rescaté. Lo abandonaron junto a su hermanito, Gizmo, en el soleado estacionamiento de la casa donde vivía. Estaban deshidratados y muy debilitados cuando los encontré, pero con cariño y cuidados, pronto salieron de peligro. Tenían unos diez días de nacidos, apenas empezaban a ver y, sin querer, ya tenía tres gatos en casa saltando por todos los muebles y haciéndome reír con tontadas. Unas seis semanas después, Gizmo enfermó de un agudo e irremediable Síndrome Urinario Felino que lo llevó a cruzar el arcoíris a pesar de todos mis esfuerzos, dejándome sola con Pichu, de un año, y Pichito, de unos dos meses.

Un año antes había rescatado a Pichu de la soledad de la acera del frente, y no se mostró amigable con los recién llegados ni un solo segundo. La verdad, es que Pichu siempre fue muy celoso. Tomó casi un año entero que entendiera que ese otro gato era parte de la familia y tuve que esperar a que Pichito creciera para que aceptara que ya no podía cargarlo —disimuladamente— fuera de la casa cada vez que me descuidaba.
Al contrario de Pichu, Pichito fue un gato desordenado, terco y temático, aunque muy cariñoso. Jamás aceptó usar la caja de arena para nada que no fuera orinar y exigía cariño y atenciones constantemente. Solía perseguirnos por el apartamento para acostarse sobre nuestros pies, en nuestro regazo o lo más cerca de nosotras que le fuera posible. Era muy, pero muy, persistente cuando quería algo y no había forma de convencerlo de hacer nada que no quisiera hacer. Su terquedad y persistencia inamovibles, constantemente me sacaban de mis casillas pero, con el tiempo, llegue a aceptar que él era así y que no cambiaría.
De cachorro, me tocó regañarlo seguido, hasta que un día entendí que, la mayoría de las veces, no hacía caso porque no escuchaba bien. Cuando cumplió tres años, descubrí que tenía un grado importante de sordera, probablemente desde que nació. Desde ese momento y en adelante, las cosas se hicieron un poco más fáciles.
A pesar de su personalidad testaruda y dominante, no hubo una sola vez que lo llamara y no viniera hasta mí; tampoco hubo una sola vez que rechazara un gesto de cariño, como suelen hacer algunos gatos; jamás me mordió a pesar de tantas cosas que pasamos juntos. Era un poco descuidado con sus uñas, pero no era algo que hiciera con malicia, simplemente no controlaba bien sus emociones y se exitaba con facilidad. Después de los catorce o quince años, comenzó a babear cada vez que se emocionaba, algo que se convirtió en motivo de infinitos chistes y de un nuevo apodo: Babas.
Nunca tuvo buena salud, desde muy temprano tuvo problemas renales y urinarios, y cuando cumplió los seis años comenzó a tener crisis muy severas. Visitamos al veterinario en la emergencia un millón de veces y tuvo que soportar cosas que ninguna persona habría podido aguantar ni que su vida dependiera de eso. Sin embargo, jamás nos agredió ni a al doctor ni a mí, solo me miraba y maullaba suavemente. Creo que siempre supo que tratábamos de ayudarlo.
Finalmente, un día, necesitó una uretrostomía de emergencia. Y ahora, cuando lo pienso, me parece increíble que habiendo pasado por tantos procedimientos tan dolorosos, jamás hubiese dudado de mí. Confiaba en mí ciegamente y era capaz de soportar las peores cosas, siempre que yo estuviera allí, con él. Su confianza me hizo amarlo mucho más, y me hizo entender la importancia de ser responsable por su salud y por su vida.
Luego de la cirugía, el doctor me advirtió que su vida se acortaría mucho porque las complicaciones de su condición le habían provocado una deficiencia renal irreversible. Así que me preparé para decirle adiós en unos dos o tres años, que terminaron por convertirse en once. Terminé por convencerme de que mi Pichito moriría de viejo, quizás después que todos sus hermanitos. Pero no fue así.
A principios de octubre, luego de varios años de salud inquebrantable, mi Pichito volvió a enfermar de los riñones. Lo tratamos con sus medicamentos de siempre y salió de la fuerte cistitis hemorrágica para volver a ser el de siempre.



Unos días después comenzó a decaer, y cuando dejó de comer, decidimos llevarlo al veterinario. Quedó hospitalizado. Tenía falla renal y pancreática.
En la clínica, lo estabilizaron, lo hidrataron e hicieron todo lo que se podía hacer. Pareció mejorar y le dieron de alta con un tratamiento de insulina temporal. Tan pronto llegó a casa, se echó y no se volvió a levantar. Para el veinte de octubre ya había perdido casi toda su masa corporal y el veinticuatro, a pesar de todos nuestros esfuerzos, tuvo que irse.

Ha pasado casi un mes y todavía tengo esa sensación de que la casa quedó medio vacía. Cuando salgo en la madrugada a tomar agua, me sigue pareciendo extraño contar uno menos, aunque todavía me acompañen sus hermanos. Siempre creí que era él quien rascaba la puerta a las tres de la mañana para despertarme, pero resulta que me sigo despertando a las mismas horas. Y aunque su ausencia ha sido muy difícil de llevar, lo más difícil ha sido el luto de su hermano Blanco, que ahora no hace más que buscarlo por toda la casa y llorar por horas. Quisiera poder explicarle, pero no sé cómo hacerle entender lo que nos ha pasado.
No sé cuántas personas entenderán lo que se siente perder a un miembro de la familia de peludos, pero francamente siento que cada uno que he despedido se ha llevado un pedacito de mi corazón partido.
Me queda de consuelo el saber que tuvo una vida larga y feliz. Y la tranquilidad de saber que ahora está con sus hermanos Pichu, Pithou y Nanita; todos juntos, esperándonos al cruce del arcoíris.
Adiós hijo, buen viaje.
