Pensar hace daño para la salud

Nota de la autora:

Aunque no he incluido este post en mi serie Recuento, he decidido compartirlo como una forma de compartir el cómo me sentí durante una época de transición extremadamente dura y emocionalmente compleja en la que, a pesar de las mejores intenciones, no conseguí la ayuda ni el apoyo que necesitaba. Había cumplido con todo lo que se suponía que debía cumplir by the book y, sin embargo, sentía que no había logrado nada porque seguía sin lograr lo más importante: ser yo. Y si no me atrevía a ser yo misma, no sabía quién más podía ser.
Ya sé que suena confuso y que, para aquellos que viven creyendo que la vida puede vivirse siguiendo algún manual, hasta sonará a sinsentido; porque, únicamente quien se ha sentido aterrorizado de sí mismo, rechazado y menospreciado por su propia familia; solo quien ha considerado el suicidio para no tener que enfrentar ni justificar su propia existencia, entenderá de lo que hablo. Para los demás, quedan los adjetivos calificativos que menosprecian este dolor, las sinrazones que se usan para afirmar que merecemos todo lo malo, las religiones para empuñar como un arma contra ese prójimo que se niegan a entender y el «amor incondicional» que —irónicamente— condicionan al afirmar que aman pero no aceptan.
Una de las más dolorosas cosas que se debe entender y aceptar cuando eres diferente, cuando entiendes el mundo desde una esquina más humana y reflexiva, es que muchos ni siquiera se dan cuenta de que no saben lo que es el amor. Porque, si algo aprendí en el camino hasta aquí, es que condicionar el amor no es amar.


Recuerdo tener unos 11 ó 12 años y «saber» exactamente qué era lo que tenía que hacer con mi vida. A ésa edad, ya lo tenía todo claro: terminar mis estudios, especializarme, casarme con Christian Slater, tener hijos y pasar el resto de la vida criándolos. Pero no resultó así de fácil. Resultó que, un poco más adelante, el horizonte comenzó a borrarse y antes de darme cuenta, todo lo que creía saber, desapareció por completo.

Hoy, todas esas cosas con las que la gente llena sus vidas día tas día para mí no significan nada. Sin embargo, mi madre insiste en saber lo que debo hacer mejor que yo, por aquello de que es mi madre y —según ella— a veces las madres suelen saber mejor que los hijos, qué es lo mejor en determinados momentos de nuestras vidas —en realidad, creen saberlo siempre pero, ése es otro asunto—. A lo que voy, es a que, de acuerdo a su «infinita sabiduría» —dicho por ella— lo que debo hacer ahora que estoy divorciada es salir del país y conseguir un buen trabajo. Inmediatamente después, debería continuar mis estudios superiores con alguna especialización y luego formar una familia como Dios —y ella— mandan, con marido que «me represente», hijos, casa de cerca blanca y Gonden Retriever incluido, por supuesto. Esto es, en palabras de mi madre, lo que me hace falta para conseguirle sentido a mi vida. Y sí, es lo que pasa cuando se habla de estas cosas con una madre como la mía, te dirá: tienes demasiado tiempo para pensar, haz más cosas y deja de pensar.
Conclusión: Pensar hace daño para la salud.

En tiempos remotos, algunas cosas solían ser más fáciles (o eso es lo que se supone) y cuando un niño nacía, el sentido de su vida y su lugar en el mundo estaba claro: sería cazador, recolector, maestro, rastreador, guerrero, cuidador, padre. Pero hoy, cuando todas esas necesidades parecen estar cubiertas o son considerablemente mas sencillas y menos indispensables, la tarea de conseguir el sentido de la propia existencia parece desaparecer. O es que ¿acaso es posible que sólo estemos aquí para reproducirnos y que sobreviva la especie?, pero, ¿para qué?

(Comienzo a sentir que seguir preguntando el por qué de las cosas, no me llevará a ninguna parte)

Es frustrante. Y entiendo las razones que muchos tienen para rendirse y pasar la vida de largo sin las complicaciones de la reflexión. Pero lo que no logro entender es cómo, cómo pueden no preguntarse si no hay nada más allá de esperar a la muerte en el sillón de la sala.

Verán, para algunas personas, la vida es algo que no quieren o que no saben cómo utilizar; muchos —me atrevo a decir— han de sentirse como yo me siento por estos días, pero no todos reaccionamos igual. Algunos pensarán que no les queda más que vivir y tratan de hacerlo viviendo lo menos posible, es decir, se llenan de cosas, se dejan arrastrar por la corriente, sin el menor interés de cuestionar nada que pudiera amenazar el fácil tránsito por este complejo pasillo que es la vida. Viven sin poner atención a lo que hacen o dicen o sienten. Se limitan a lo que está preestablecido y si se supone que un individuo promedio debe estudiar, trabajar, casarse, tener hijos y envejecer, pues es lo que hay que hacer y ya. Fin de la historia. ¿Pero alguna vez notaron cómo en ésta secuencia de eventos la vida parece terminar con los hijos y lo que queda después de éso no es sino envejecer?. Es casi como si no existiera nada más fuera de ésos comandos de vida. Simple: reprodúcete y espera pacientemente a que todo termine. Es decir: muérete que ya cumpliste con tu parte.

Si me preguntaran qué es lo que más ha perdido sentido para mí recientemente, diría que todo ése asunto de la programación social de deberes. Y es que se me hace harto difícil entender cómo es que hemos llegado a desarrollar una civilización con niveles culturales y de represión, tan elevados, que la neurosis y las depresiones nos están matando. ¿Cómo llegamos hasta aquí sin extinguirnos en el camino?

Con cosas como: Como ser feliz en 7 pasos, Aprenda a vivir, El sentido de su vida y cosas por el estilo, solo se refuerza la idea de que no somos capaces de pensar, de sentir y de entender todo lo que necesitamos. Estamos tan desconectados de nuestro entorno, tan convencidos de que no existe conexión alguna entre nosotros y el mundo a nuestro alrededor, que el sentimiento de soledad es inevitable y abrumador. Y cada vez que aceptamos el camino impuesto sin reflexión alguna, sin cuestionamiento ni dudas, borramos un poco de historia. Borramos la más elemental de las necesidades del hombre consciente de su existencia: conocer el sentido de tal existencia, esa razón que motivó a los grandes sabios de la historia, lo que construyó civilizaciones, lo que nos hace humanos (homo sapiens sapiens) y no simplemente homo-erectus. Con miedo, frivolidad y apatía hemos aniquilado el poco sentido que la vida alguna vez haya podido tener y hemos matado a todos los grandes pensadores de la historia, aquellos que tanto meditaron sobre el sentido de vivir, el propósito del hombre y nuestro lugar en este universo. Bien lo dijo Nietzsche: «Dios ha muerto, lo han matado los hombres».

Sin respuestas me siento incompleta, perdida. Y cualquiera que se haya perdido alguna vez, quizá de pequeño en algún centro comercial o en la montaña durante alguna excursión o en una ciudad desconocida durante algunas vacaciones, sepa lo que se siente detenerse, mirar todo a nuestro alrededor y no ser capaz de reconocer nada que nos lleve de regreso. Da miedo. Y cuando la gente siente miedo reacciona de distintas formas. Unos corren, otros lloran, otros se entregan, otros luchan por soluciones, otros se paralizan. Pero unos pocos, solo algunos, mientras buscan soluciones se preguntan la razón que los llevó a perderse como una forma de garantizar que una vez a salvo, nada de esto volverá a pasar.

Quizás sea por eso que insisto en preguntar cuál es el sentido de mi vida. 

Quizás me niego a creer que en un universo en donde todo lo que existe tiene un sentido, un orden y un por qué, yo sea un asunto que existe sin sentido ni orden ni razón alguna. O ¿no?

Originalmente publicado en MySpace con fecha 17 de abril, 2008


Este es un post intermedio de la Serie “Recuento”. Para seguir leyendo la serie, puedes continuar al noveno post «Ensayo sobre despedidas«, puedes leer el post introductorio «Cada novela es un viaje interior«, o el post CERO sobre esta serie «La razón de este viaje interior«, que es en donde hablo del porqué decidí hacer esta serie de publicaciones tan íntimas.


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