Libertad: palabra y miedos


Serie Recuento #10

Cuando nos enfrentamos a una encrucijada, a una decisión que sabemos que cambiará o que afectará nuestra vida de alguna manera importante, terminamos —siempre— por detenernos un buen rato en el centro de nuestra intersección para estudiar detenidamente todos los cruces de cada esquina. Pero, todas las veces, las preguntas son las mismas: ¿hago bien o hago mal?, es decir: lo que estoy haciendo, ¿es verdaderamente lo correcto? Y la respuesta, invariablemente, es siempre la misma: no lo sabemos, no podemos estar seguros. Entonces comienza el verdadero dilema: ¿querer?, ¿desear?, ¿cumplir?, ¿corresponder?, ¿adaptarse?, ¿entregarse? ¿someterse?, en fin: ser libres o no serlo.

Erich Fromm, afirmaba que somos una especie temerosa de su propia libertad, no solo porque no entendemos lo que representa sino porque hemos sometido nuestra naturaleza a las medidas de control de una sociedad, de una civilización que se empeña en imponernos las «limitaciones del cordero», pues de esa manera, somos mucho más fáciles de arrear. Fromm se preguntaba si la Libertad consistía en la ausencia de presión (social, moral, religiosa, etc.) o si había alguna otra cosa inherente al simple hecho de Ser que la constituía y de ser así, cuáles eran estas cosas. Interesante. Pero, yo creo que la Libertad no es más que una palabra que implica, que incluye en sí misma el miedo al aislamiento, el miedo a saber que somos individuos separados de todo lo demás y que —por lo tanto— dependemos únicamente de nosotros. Visto así, entiendo porqué pocas personas que conozco buscan alcanzar su libertad: la capacidad de ser, sentir y hacer sin temer al terrible exilio del supuesto Edén, si temer a la posibilidad de no ser aceptado como parte de algo más grande que ofrezca la seguridad de ser más que un grano de arena, algo más que solo polvo de estrellas.

Cuando escribí Miedo a Vivir, sabía lo que quería decir, sabía cómo me sentía pero no entendía las implicaciones de aquéllas palabras. Hoy las entiendo.

Hoy entiendo que cuando se tiene cierta conciencia del propio ser y de la propia individualidad, sin importar cuánta presión hagan nuestros miedos por fundirnos con todos a nuestro alrededor, sencillamente no nos es posible hacerlo, porque ya sabemos que podemos elegir y que las consecuencias no serán muy distintas de las que enfrentaríamos al no aceptar cierta moda, ciertas maneras, ciertos gustos o ciertas vidas. Son palabras, nada más.

El miedo es una palabra que implica la conciencia del dolor y el saber que somos mortales.

El amor es una palabra que implica un vínculo emocional grato, placer y conexión con un mundo exterior completamente ajeno a nosotros.

La consecuencia es una palabra que describe la respuesta a una acción, cualquiera que ésta sea. Una consecuencia, en sí misma, no implica nada positivo ni negativo. Es únicamente una respuesta.

Palabras.

Nuestras vidas son dirigidas por el significado y la importancia que le otorgamos a palabras a las que decidimos someternos para evadir la posibilidad de la soledad y el aislamiento. Y entonces, muchas veces, terminamos formando parte de todo lo que alguna vez temimos que nos rechazaría, y terminamos rechazándonos para lograrlo.

Bueno. Malo. Sólo más palabras.

Todas las desiciones que tomamos inexorablemente afectan nuestras vidas, pero el cómo nos afectan depende únicamente de nosotros y de nuestra reacción; del modo en el que entendemos el mundo y la manera en la que hemos decido relacionarnos con él. Todo lo demás, está fuera de nuestro control y solo podemos reaccionar adaptándonos para sobrevivir. Nada más.

Eso.

Originalmente publicado en MySpace con fecha 2 de febrero, 2008


Este es el décimo post de la Serie “Recuento”. Para seguir leyendo sobre la serie, puedes continuar al post #11 «Teoría Vs. Práctica«, puedes leer el post introductorio «Cada novela es un viaje interior«, o el post CERO sobre esta serie «La razón de este viaje interior«, que es en donde hablo del porqué decidí hacer esta serie de publicaciones tan íntimas.


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